Módulo 5. Relato
Para concluir el curso, terminaré con el reto del módulo 5 en el cuál os dejo el siguiente relato:
La Melodía del Despertar
Carlos Alberto Riquelme Jódar
Las gotas de lluvia golpeaban los adoquines incesantemente al igual que las dos
semanas anteriores. Era un sonido repetitivo, pero había algo mágico en él.
Algo mágico que no todo el mundo era capaz de reconocer.
En la calle Bridgewall, esa calle donde los adoquines parecían hechos de
cristal en esas raras ocasiones en las que brillaba el sol, y las casas, aunque
grandes y monótonas, cada una tenía un color distinto, un sonido parecía
enturbiar la dulce melodía de la lluvia. Ese sonido provenía de la casa color
aguamarina. Era un sonido un tanto perturbador que transmitía frustración, pena
y desgarro. Al menos, eso es lo que percibía Emily cada vez que escuchaba a su
hermano George intentar tocar el piano en sus, casi siempre, fallidas clases
con el profesor John Meyers, uno de los intérpretes más reconocidos de la
aristocracia londinense entre la que la familia de Emily era bien conocida.
Mientras ella se sentaba en la mesa de camilla con su madre, confinada a coser
y hacer punto, una actividad que Emily encontraba frustrante, veía las manos de
su hermano George agarrotarse y expresar furia cada vez que la melodía que
trataba de tocar se veía truncada por una nota que no acompañaba a las demás.
Emily veía con claridad la angustia y el enfado de su hermano, al igual que la
decepción en el rostro de su padre que siempre se sentaba en un sofá de estilo
victoriano mirando cómo se desarrollaba la clase. Emily podía percibir los ojos
acusadores de su padre sobre la nuca de George.
Ella conocía bien todo lo que George sentía en sus clases porque ella también
lo sentía cada vez que su madre la confinaba a sentarse en una silla a coser.
Sus manos se agarrotaban sin poder moverse cada vez que se equivocaba y la
frustración, la rabia y el odio inundaban su alma como un torrente de agua
furiosa, que solo deja pena y decepción allá por donde pasa. Siempre sentía
como la expresión de su madre cambiaba. Sentía el peso de su decepción como un
saco cargado de cadenas sobre su espalda. Cadenas que estaban agarradas a su
pie y de las que no parecía encontrar escapatoria. Innumerables preguntas se
agolpaban en la cabeza de Emily: ¿por qué sus manos no tenían la capacidad de
coser con tanta habilidad como las demás chicas? ¿Por qué sus manos parecían
estar enredadas con el mismo hilo con el que intentaba coser? ¿Por qué no podía
hacer feliz a su madre y ser como aquellas chicas que su madre habría deseado
tener? ¿Por qué tenía que ser aquel monstruo con manos torpes que no encajaba?
Pero lo más frustrante y lo que más apenaba a Emily era que aquellas preguntas
no parecían tener respuesta alguna. Aquellas preguntas eran túneles sin salida,
de esos en los que la luz es tan lejana que se escapa a la vista.
En una tarde en la que ni su padre ni su madre se encontraban en casa, Emily
paseaba alrededor de su querido hogar y al pasar por delante de aquel piano,
que para ella no había sido más que cualquier otro mueble insulso y viejo,
sintió una punzada en el corazón que la hizo girar la cabeza y mirarlo con
otros ojos. Sintió que algo en ella había cambiado, como si pudiera ver a
través de los ojos de otra persona, igual que al leer un libro. Ni ella misma
podría haber explicado ni el cómo ni el por qué, pero de repente se encontró a
sí misma sentada en el taburete frente a un montón de teclas negras y blancas.
Al mirar hacia la ventana escuchó las gotas de lluvia golpear el cristal y una
melodía empezó a sonar en su cabeza. Para ella fue una melodía tan pura que
habría conseguido amansar a la más fiera de las bestias, e incluso a su padre
en esas no tan raras ocasiones en las que enfurecía y que Emily tanto temía.
Pero en ese momento, no había temor en el corazón de Emily, solo paz. Era una
sensación desconocida para ella hasta ese momento.
Con el sonido de la lluvia en su cabeza empezó a pulsar aquellas teclas y
conforme lo hacía dejaban de ser simple botones negros y blancos. Cada una
adquirió un significado y un sentimiento distinto que ella podía sentir en su
alma cada vez que escuchaba el sonido que emitían. Sintió como su piel se
erizaba cuando escuchaba los sonidos más agudos y cómo su corazón palpitaba tan
fuerte que su pecho se agrandaba con los sonidos más graves. De repente,
incesantes gotas empezaron a recorrer sus mejillas. Gotas de pura felicidad.
Gotas de agua para bautizar su nuevo ser. Un torrente la inundaba ahora pero no
dejaba pena o decepción a su paso, sino naturaleza, felicidad y vida. Mientras
tocaba aquella melodía se libró del saco y de aquellas cadenas que la oprimían
cada vez con más fuerza. Sus manos no eran monstruosas y los hilos que las
enredaban habían desaparecido. Emily se sorprendió al comprobar que sus manos
se movían con soltura y ligereza; que eran libres.
Fueron numerosas las tardes desérticas en casa de Emily. Aquellas en las que
disfrutaba de un momento de libertad y se sentía ella misma; sin ataduras. Sin
embargo, los barrotes de su celda volvieron a atraparla inesperadamente. Su
padre volvió antes de lo esperado una tarde. Desde la calle, él pudo oír
aquella preciosa melodía que provenía de su casa aguamarina. No dudó que se
trataba de George que, sorprendentemente, había mejorado en su habilidad con el
piano.
Se apresuró para entrar en casa y felicitar a su hijo, ebrio de orgullo y
felicidad. Abrió y cerró la puerta con sigilo y quiso que sus pasos no fueran
más ruidosos que la lluvia de la calle. Al entrar en la sala del piano vio una
silueta. No tenía ninguna duda que se trataba de la silueta de su hijo hasta
que la vista se volvió clara y pudo ver a Emily. Tanto fue la sorpresa de él
como el terror de ella al ver a su padre. El sonido del piano cesó pero la
melodía parecía haber dejado su estala, ya que ambos podían escucharla en su
cabeza durante el silencio que se produjo. Emily temió lo peor. Había sufrido
la cólera de su padre antes y era algo que siempre temía que sucediera. Pero lo
que ocurrió fue mucho peor. Su padre le tendió la mano para levantarla del
taburete y ambos se sentaron en el sillón que estaba junto al piano.
El apenas podía mirarla a los ojos. Emily vio como su padre se quedó con la
mirada perdida durante un instante. Estaba profundamente preocupado y así se lo
hizo saber a Emily. Según él, ella no podía tocar el piano. Ese placer solo
estaba reservado a los hombres. Aquellos únicos que podían hacer de tocar el
piano algo digno. Ella no debía volar tan alto ni desear el cielo con tanto
ímpetu. La gloria solo podía tenerla aquel que pudiera cargar con ella sobre
los hombros. Para el padre de Emily, ni ella ni cualquier otro ser humano con
atributos femeninos era capaz de semejante hazaña.
Mientras Emily escuchaba estas palabras vio como los ojos de su padre se
llenaban de cristales pequeños y brillantes. Nunca había visto aquellos objetos
extraños en los ojos de su padre. Tal fue la decepción que él debió de sentir
que fue incapaz de contenerlas en su interior. A Emily esas lágrimas se le
clavaron como astillas en su corazón. No podía entender cuál había sido su
pecado. Aquel por el que merecía el terrible tormento de hacer llorar a su
padre. Esperaba sentir tristeza y desolación ante aquella escena pero,
sorprendentemente, no fue así. No sintió pena, rabia o decepción. Al contrario,
se inundó de valentía. Su corazón latió con fuerza. Más y más deprisa cada vez
que volvía a escuchar las palabras de su padre en su cabeza. Porque ella ya no
era la Emily que su padre conocía. Ella ya había volado. Abandonó el suelo con
la primera tecla. Había saboreado la libertad y ya nadie podía privarla del
sabor dulce de su néctar.
Días después, George insistió en dar un recital de piano para los amigos más
allegados de la familia, lo que significaba que la más alta sociedad de Londres
se reuniría en su casa. Su padre accedió pero, sin embargo, su madre no estaba
tan segura de aquello. Ella conocía las habilidades de su hijo y lo último que
deseaba es que su familia fuera parte de los dimes y diretes de la gente. Pero
la última palabra ya había sido dicha.
El día del recital, todo el que era alguien o aspiraba a serlo estaba en la
casa aguamarina de la calle Bridgewall, preparado para escuchar a George tocar
el piano. Incansables voces intentando superponerse a las demás se escuchaban
en el salón del piano hasta que unos pasos extinguieron todas ellas. Todos
esperaban ver a George entrar al salón. Pero se trataba de alguien distinto. Al
cruzar el umbral de la puerta, Emily empezó a escuchar el murmullo de los
invitados, absortos al ver como se acercaba al piano.
En ese preciso instante, los murmullos se convirtieron en silencio y la melodía
empezó a sonar en la cabeza de Emily. Sus dedos empezaron a moverse ágiles y
con determinación. Emily apartó la vista del piano por un momento y observó
cómo el mundo que la rodeaba comenzó a desaparecer. Un nuevo universo se
extendió ante ella. Un universo de luces y colores donde ningún barrote era
capaz de encerrar tal inmensidad. Los ojos de Emily se empañaron al ver aquel
lugar. Podía verlo con tal nitidez que incluso llegó a sentir como aquellas
luces la cegaban. Nunca había soñado con ver algo así.
De repente, sintió como su piel se erizaba y su corazón latía con tal
intensidad que ninguna fuerza humana, de esas que se creen más poderosas por
naturaleza, podría haberlo oprimido. ¿Era aquella la gloria que su padre le
había prohibido? No. Aquello era algo más valioso. Lo que Emily había
experimentado no era algo tan banal como la gloria de la que su padre hablaba.
Era algo tan puro y etéreo que se escapaba a la comprensión de los hombres.
Aquel universo era el lugar al que la música del piano la transportaba. Un
lugar donde la silueta humana era simple fachada, insulsa y sin significado;
donde todo era diferente y nada discriminado; donde existía libertad. Ese era
el lugar al que Emily pertenecía y al que nadie le prohibiría su entrada.
En ese momento, Emily empezó a escuchar incesantes latidos en su oído. Sintió
la sangre recorrer su cuerpo a gran velocidad. Más y más deprisa según la
melodía se alzaba sobre todo pensamiento terrenal. Sonidos graves y agudos que
la alejaban más y más del suelo. Cerró los ojos en un momento de pánico, para
cerciorarse de que su alma no había abandonado su cuerpo y, de repente, nada.
La melodía finalizó y al volver a abrir los ojos estaba otra vez en aquella
sala abarrotada de gente. El silencio se apoderó de esa sala durante un
instante, pero un aplauso acabó con él. George, el artífice e instigador de
aquel engaño, empezó a aplaudir con orgullo y satisfacción. Sin él, el acto de
valentía de Emily al hacer frente a todos los prejuicios que abarrotaban la
sala no habría sido posible. Ella nunca lo olvidaría, ya que, para ella, George
representaba el nacer de un nuevo mundo.
A los aplausos de George se unieron los pertenecientes a los demás invitados
excepto los de sus padres. Emily lo lamentó profundamente. Sintió pena por
ellos, sobre todo por su madre. Pero su mente ya había sido doblegada, sus alas
cortadas y la llave de su jaula olvidada. Emily se juró a sí misma que nunca
permitiría sufrir igual destino. La libertad, el poder y la autodeterminación
formaban ya parte de su ser. Ningún fuego podría convertir esas cualidades en
cenizas. Ningún látigo podría desgarrarlas de su alma. Nunca.
Sir Gawain.
#AprendeIgualdad #Aprendizaje_INAP
Comentarios
Publicar un comentario